Compartimos la columna de opinión escrita por Víctor Diusabá Rojas, para el periódico El País.
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La fiebre anticorrupción que, por fortuna, invade al país en estos días es señal inequívoca de que la perniciosa relación Odebrecht, sector público y sector privado para saquear nuestros bolsillos no solo comienza a generar condenas, como en el pasado, sino acciones concretas sin antecedentes.
Así se puede interpretar la reacción de sectores políticos, dispuestos a echar la mayoría de los huevos de la campaña presidencial en esa canasta. Como en el mismo sentido surgen cruzadas de diferentes estamentos, incluidos medios de comunicación, dispuestos a hacer mucho más que poner el dedo en la llaga de ese cáncer que nos sigue devorando.
Vale reconocer este tipo de iniciativas, pero a la vez hay que decir que no son suficientes. Al menos, para vencer a un enemigo de las proporciones de este, incubado a lo largo de tanto tiempo y que, duele reconocerlo, ya hizo lugar en nuestra sociedad, de manera descarada o mimetizado de las más diversas formas.
Al fin y al cabo, a la par que todo avanza, sería torpe creer que la corrupción se quede detenida en el tiempo esperando a que le echen mano. Por el contrario, ella cada vez más se mueve con mayor sigilo en el intento de pasar inadvertida. Aunque eso mismo resulta imposible porque un elefante es un elefante, más si está hecho de tanta plata. Lo lamentable es que ni siquiera ese gigantismo nos ha hecho reaccionar. Y ese es el temor, que una vez más nos quedemos en pataletas que, como en otras ocasiones, el viento se llevó.
Pero, ¿qué debemos hacer de nuevo? En estos casos que despiertan la indignación general, las propuestas más recurrentes apuntan al endurecimiento de penas. Incluso, hasta los mayores extremos: cadena perpetua o pena de muerte. Se invocan entonces ejemplos como los de Singapur, en donde se saltó del paraíso del saqueo al erario a una pulcritud, casi a toda prueba (porque siguen existiendo quienes, pese a las advertencias en ese país terminan en el cadalso).
No creo que la solución esté en hacer más duros los castigos. Bastaría incluso con aplicar los actuales, cosa que ni de lejos se hace. Como tampoco veo que ampliar los años de prisión haga desistir a quienes se juegan el todo por el todo para enriquecerse de forma ilícita. A lo mejor, son acertados esos estudios que dicen que la estructura cerebral del corrupto no tiene reversa.
El punto sí en cambio puede ser la prevención. Como pasa en Finlandia. Ellos le han apostado a eso, a la anticipación. Con medidas elementales como la real competencia de proveedores del Estado, ojo, a precios de mercado, hasta el principio de transparencia de los ingresos de todos (todos es todos) los ciudadanos, sin excepción, pasando por la ausencia de cargos de designación política, a excepción, claro está, de quienes llegan a ellos por elección popular. O sea, cero clientelismo.
Lo sé, una cosa es Helsinki y otra es Bogotá, Cali, Medellín o el pueblo más humilde de este país. Pero es en esa progresiva tarea de compromisos y cumplimientos de lo que manda la ley es que podemos ir dejando atrás esa cultura del atajo. A la que, además, aportamos a diario nuestros granos de arena, con todas esas prácticas mínimas en que incurrimos para no cumplirle al Estado.
Hasta ahí, lo relativamente posible. Porque a la hora de las sanciones por corrupción, en el remoto caso de ser aplicadas, solo obran las penales. En cambio, jamás existe esa otra mitad: la inmensa responsabilidad política. Culpa que, además, suele limpiarse con agua caliente y un trapito. Porque si una ley física funciona en Colombia es la de caerse para arriba. Siempre, como si nada.